Tras el orgasmo, echó a llorar. De pronto se vio en aquella habitación de paredes blancas sola. Después de aquellos segundos de placer, el momento le tiraba a la cara lo peor. Se sentó en el borde de la cama y consiguió reconducir su respiración, pero para entonces su cuerpo ya había tenido un par de profundas sacudidas. Se dejó caer hacia atrás y le vió a él en aquel mismo lugar como aquel verano. El sonido del cabezal de la cama chocando contra la pared retumbaba en su cabeza. Le veía ahí en su cama tumbado, en la cama donde tantas noches habían hablado por teléfono, dándose compañía y sintiéndose menos lejos, al menos, cuando se susurraban uno al otro al oído, aunque fuere a través del móvil, se notaban cerca. Le gustaba verle ahí al salir de la ducha, sobre su almohada, dejando su olor. Se hacía el dormido aunque no aguantaba y sonreía al instante. Se gustaban mojados, recién salidos de la ducha. Y también se gustaban húmedos, resbaladizos... A veces le hacía hueco a su lado, a veces solo la atraía hacia él y se dejaban caer uno encima del otro. A veces a él le brillaban los ojos y a veces, solo a veces, ella se sentaba en el baño a llorar en silencio. Tenían el tiempo contado, siempre.
Al abrir los ojos de nuevo, se preguntó qué pasaba. Intentaba pensar a medida que volvía a la calma y la única solución que encontró es que necesitaba amor. Tenía tres caminos pendientes y ninguno de ellos era viable. Se aferraba al recuerdo de Lucas porque fue lo más parecido a eso. Pero lo que de verdad le dolía era la resignación acumulada, la rabia, el no saber que hacer con su tercer e inesperado camino.
Siguió llorando toda la tarde. Y es que... no se puede vivir de recuerdos.
Abril.
Hielo picado
Abril
Allegra
Cova
Lucas
Matías
terapia
Madrid
cama
té
él
Barcelona
Eric
Malasaña
Quim
autobús
café
dormir
feliz
interesante
lunes
positivar
positivo
sorpresa
sábanas
velas
verano
viernes
"Guille"
Albert Espinosa
Atocha
Bonito
El Penta
España
Estació del Nord
Gerard Quintana
Gin
Gran Vía
Hugh Jackman
Infinito
Ismael
Marc
Mario Benedetti
Mercadona
Natura
Sun
València
absurdo
agua
barça
biblioteca
borde
cagada
caliente
calma
calor
camisa
camiseta amarilla
copas
corazón
culo
descanso
despertador
domingo
ducha
edad
expectativas
fresa
frío
futuro
ganas
gilipollez
gintonic
inútil
jarras
jugar
labios
libro
limonada
llorar
madurar
marmota
matrícula
metro
mojados
no
notitas
octubre
olas
orgasmo
otoño
parada
pelo alborotado
pijama
primavera
publicidad
rabia
recuerdos
resaca
resignarse
risa
septiembre
sexo
siesta
sms
sushi
sí
verde
vida
sábado, 24 de julio de 2010
martes, 20 de julio de 2010
Decir sí por no saber decir no.
Al salir de la parada del metro he visto que mi autobús venía. He echado a correr y aun me ha dado tiempo a cambiar de canción en el iPod antes de subir. Saco mi billete y al buscar sitio he visto a alguien interesante. “Me he pasado, debe tener cuarenta largos” he pensado, “bah.. pero es interesante”. Pelo alborotado con unas Rayban aviador que se lo retiraba para atrás, una camisa blanca de algodón y unos piratas marrones. Buena pinta, sin duda. Total que me he sentado y para verle mejor, me he quitado las gafas de sol.
Antes de llegar a la siguiente parada, como que sigue hablando (se notaba era una conversación ya empezada) con una chica que estaba sentada enfrente suyo. Una jovencita colombiana con varios ganchitos de colores en su pelo negro. “Ahá, esto parece interesante” y me he quitado los cascos disimuladamente. Él le da conversación y mientras tanto sube la mirada y nos miramos. El intercambio de información se basa en temas insignificantes (que menos, si se acaban de conocer). Ella no reniega, se hace querer, le gusta la situación, ha ligado con un hombre hecho y derecho. Segunda parada. Ella le cuenta que coge todos los días el mismo autobús para subir y para bajar, le explica por que zona vive (demasiada información, creo). Me hago la interesante y solo pongo el oído, no les miro en un rato pero al girarme, le pillo mirándome. Qué situación más extraña. Él cuenta que se baja en la parada de Las Américas, “cosas de trabajo”. Hay algo en esa conversación que huele mal, que no me gusta nada, que me da grima. Y efectivamente, él se lanza en plancha. “Podríamos vernos tarde, te invito a lo que quieras” (OMG! Por un momento me da vergüenza ajena). La chica quizás querría gastar esa consumición, pero no así. Ya no le gusta tanto la situación, está incómoda. Él insiste, debate todas las “excusas” de la chica. Si ahora es pronto, pueden quedar luego. Si hoy no puede, que le de su número de teléfono para quedar otro día. Tercera parada (Las Américas). Ella remolona juguetea con sus dulzonas frases, pero solo para darle medias negativas. Le ha hecho pasarse una parada. Él insiste. Ella resiste. Solicito parada, la cuarta, la mía. Por un lado quiero huir de ese contexto pero por otro quiero seguir sentada y no perderme detalle. De repente ve la parada donde debió bajar a lo lejos y salta del asiento. “¡Mi parada!” sonríe nervioso, la ha liado, le empieza a sudar la frente, nota como medio autobús ha sido testigo de todo. Se pone frente a la puerta, justo detrás de mí. Demasiado cerca. Noto el calor que desprende y me da más asco todavía. Me muevo hacia la derecha y al girarme le veo mirándome el culo, sube, encuentra mi cara y sonríe. Me da más asco que hace 2 minutos. Bajamos en la misma parada.
El cortejo ha terminado ahí. Una parada más, un par de insistencias y ella hubiera dicho sí por no saber decir no.
Coñ*, ¿tan difícil es decir que no cuando quieres decir no?
Abril.
Antes de llegar a la siguiente parada, como que sigue hablando (se notaba era una conversación ya empezada) con una chica que estaba sentada enfrente suyo. Una jovencita colombiana con varios ganchitos de colores en su pelo negro. “Ahá, esto parece interesante” y me he quitado los cascos disimuladamente. Él le da conversación y mientras tanto sube la mirada y nos miramos. El intercambio de información se basa en temas insignificantes (que menos, si se acaban de conocer). Ella no reniega, se hace querer, le gusta la situación, ha ligado con un hombre hecho y derecho. Segunda parada. Ella le cuenta que coge todos los días el mismo autobús para subir y para bajar, le explica por que zona vive (demasiada información, creo). Me hago la interesante y solo pongo el oído, no les miro en un rato pero al girarme, le pillo mirándome. Qué situación más extraña. Él cuenta que se baja en la parada de Las Américas, “cosas de trabajo”. Hay algo en esa conversación que huele mal, que no me gusta nada, que me da grima. Y efectivamente, él se lanza en plancha. “Podríamos vernos tarde, te invito a lo que quieras” (OMG! Por un momento me da vergüenza ajena). La chica quizás querría gastar esa consumición, pero no así. Ya no le gusta tanto la situación, está incómoda. Él insiste, debate todas las “excusas” de la chica. Si ahora es pronto, pueden quedar luego. Si hoy no puede, que le de su número de teléfono para quedar otro día. Tercera parada (Las Américas). Ella remolona juguetea con sus dulzonas frases, pero solo para darle medias negativas. Le ha hecho pasarse una parada. Él insiste. Ella resiste. Solicito parada, la cuarta, la mía. Por un lado quiero huir de ese contexto pero por otro quiero seguir sentada y no perderme detalle. De repente ve la parada donde debió bajar a lo lejos y salta del asiento. “¡Mi parada!” sonríe nervioso, la ha liado, le empieza a sudar la frente, nota como medio autobús ha sido testigo de todo. Se pone frente a la puerta, justo detrás de mí. Demasiado cerca. Noto el calor que desprende y me da más asco todavía. Me muevo hacia la derecha y al girarme le veo mirándome el culo, sube, encuentra mi cara y sonríe. Me da más asco que hace 2 minutos. Bajamos en la misma parada.
El cortejo ha terminado ahí. Una parada más, un par de insistencias y ella hubiera dicho sí por no saber decir no.
Coñ*, ¿tan difícil es decir que no cuando quieres decir no?
Abril.
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miércoles, 14 de julio de 2010
Cuentos
Los cuentos bonitos no entienden de finales. Se empieza por un había una vez y quizá el “y se marchó” nos empapa más el corazón que un “y fueron felices”. Lo importante de los cuentos bonitos es la princesa, porque aunque parezca que nadie la tome enserio tiene mucho que objetar. Siempre se describe a la princesa como la muñeca de porcelana que muchos pueden tirar y romper, el premio del príncipe valiente que hay que conseguir ya sea salvándola de brujas malvadas, de genios hechizados, de venenos que la hacen dormir o de su familia. Un premio fácil que muchos quieren conseguir y que el mejor postor se la lleva. Cuando la princesa igual lo que quiere es cambiar el cuento y que el final sea diferente al que ya se creó, diferente al que todo el mundo espera, pero único para ella.
Yo tengo una princesa de melena rubia, y un cuento a medias. Un cuento donde ella es la única protagonista, donde el final puede variar y un se marchó puede dar lugar a un segundo capítulo donde aparezca de nuevo, o donde igual sea la princesa la que se marche a buscar su felicidad lejos del reino, donde la sonrisa de la princesa vale mucho más que lo valiente, fuerte y guapo que sea el príncipe. Donde el final del cuento lo pone ella. Por que la princesa es la única que elige dónde, cómo, cuándo, y con quien. Y el cuento siempre será bonito porque está mi princesa.
Cova.
Yo tengo una princesa de melena rubia, y un cuento a medias. Un cuento donde ella es la única protagonista, donde el final puede variar y un se marchó puede dar lugar a un segundo capítulo donde aparezca de nuevo, o donde igual sea la princesa la que se marche a buscar su felicidad lejos del reino, donde la sonrisa de la princesa vale mucho más que lo valiente, fuerte y guapo que sea el príncipe. Donde el final del cuento lo pone ella. Por que la princesa es la única que elige dónde, cómo, cuándo, y con quien. Y el cuento siempre será bonito porque está mi princesa.
Cova.
martes, 13 de julio de 2010
Sí pero no.
Terminaron los exámenes. Por fin para unos, y ya para otras. No tenían nada que estudiar pero aun así, le acompañaron a la biblioteca, cualquier novela serviría como excusa para pasar un rato.
Para sorpresa de todas, hoy allí sí estaba él, con una camisa blanca remangada hasta los codos, con más de dos botones desabrochados y cierta dejadez que le hacía todavía más interesante. Qué bien le sentaba el verano, las camisas, el blanco, las once y media de la mañana... ¡qué bien le sentaba la vida!.
Notó como el calor de las tres de la tarde de un agosto que aun no había llegado caía sobre ella. Y volvió a pensar “a mi edad...”, como si ya no tuviera edad de sonrojarse o para que el corazón se le acelerara cuando viera al tío que le gustaba. Bueno, no sabía cierto si tenía edad o no para esas cosas, pero por encima de todo no quería que sus amigas se dieran cuenta del circo que había montado su cuerpo. Tarde. Ellas ya tenían cara de circunstancia y habían montado su propio espectáculo facial haciendo gestos con las cejas señalando en dirección a él y poniendo morritos para evitar la risa. Sonrío al pensar “ellas tampoco tienen edad para eso...”.
Apenas dos mesas les separaban. “psss... la nota! Escríbele la nota!”. Ni pensarlo. Al tenerlo delante, la cosa cambiaba. La valentía y el atrevimiento se habían quedado en casa. ¿Cómo iba a dejarle un papel escrito así sin más?. “Se daría cuenta que soy yo”, estaba convencida. Ella le miraba fijamente sin importarle lo que podría pasar si él levantaba la vista. ¿Cómo podía ser todo tan fugaz? Y tan difícil... Bajaron a tomar un café y al pasar por su lado no se cruzaron ni una mirada.
Subió enseguida. Tenía que pensar algo. Tenía que pasar algo. Abrió el libro sin mirar la página y empezó a leer, no hacía caso del texto y ni siquiera seguía un orden lógico. Pero las palabras se le amontonaban, se le atragantaban. Salió fuera y releyó aquellos anuncios que había en el corcho y que prácticamente se sabía de memoria. Los repasó todos, uno a uno, leyó cada cifra de cada número de teléfono con el interés de quien necesita clases de repaso de matématicas o una señora que le limpie la casa por las mañanas. Se apoyó en la pared, sintiéndose un poco impotente, dando la espalda a los anuncios, a la puerta y a todo lo que había detrás de ésta.
El semáforo parecía estar en rojo de por vida, hasta que (por fin) se puso en verde...
Abril.
Para sorpresa de todas, hoy allí sí estaba él, con una camisa blanca remangada hasta los codos, con más de dos botones desabrochados y cierta dejadez que le hacía todavía más interesante. Qué bien le sentaba el verano, las camisas, el blanco, las once y media de la mañana... ¡qué bien le sentaba la vida!.
Notó como el calor de las tres de la tarde de un agosto que aun no había llegado caía sobre ella. Y volvió a pensar “a mi edad...”, como si ya no tuviera edad de sonrojarse o para que el corazón se le acelerara cuando viera al tío que le gustaba. Bueno, no sabía cierto si tenía edad o no para esas cosas, pero por encima de todo no quería que sus amigas se dieran cuenta del circo que había montado su cuerpo. Tarde. Ellas ya tenían cara de circunstancia y habían montado su propio espectáculo facial haciendo gestos con las cejas señalando en dirección a él y poniendo morritos para evitar la risa. Sonrío al pensar “ellas tampoco tienen edad para eso...”.
Apenas dos mesas les separaban. “psss... la nota! Escríbele la nota!”. Ni pensarlo. Al tenerlo delante, la cosa cambiaba. La valentía y el atrevimiento se habían quedado en casa. ¿Cómo iba a dejarle un papel escrito así sin más?. “Se daría cuenta que soy yo”, estaba convencida. Ella le miraba fijamente sin importarle lo que podría pasar si él levantaba la vista. ¿Cómo podía ser todo tan fugaz? Y tan difícil... Bajaron a tomar un café y al pasar por su lado no se cruzaron ni una mirada.
Subió enseguida. Tenía que pensar algo. Tenía que pasar algo. Abrió el libro sin mirar la página y empezó a leer, no hacía caso del texto y ni siquiera seguía un orden lógico. Pero las palabras se le amontonaban, se le atragantaban. Salió fuera y releyó aquellos anuncios que había en el corcho y que prácticamente se sabía de memoria. Los repasó todos, uno a uno, leyó cada cifra de cada número de teléfono con el interés de quien necesita clases de repaso de matématicas o una señora que le limpie la casa por las mañanas. Se apoyó en la pared, sintiéndose un poco impotente, dando la espalda a los anuncios, a la puerta y a todo lo que había detrás de ésta.
El semáforo parecía estar en rojo de por vida, hasta que (por fin) se puso en verde...
Abril.
jueves, 8 de julio de 2010
Cagada tras cagada
Odio el verano. No me gusta estar sin tener nada que hacer ni tampoco me gusta atarme a un trabajo de verano que poco me interesa. Y mientras estoy a caballo entre esas dos opciones, la casa se me cae encima. Pienso y pienso y pienso.
Me he puesto melancólica y escucho Alejandro Sanz en sus mejores tiempos. Primera cagada. ¿Qué será lo próximo? ¿Alex Ubago?. Por mi salud mental y emocional, espero que no. Estoy a punto de cometer la segunda cagada del día, estaba pensando enviarle un sms a Lucas. Sí, sí... a Lucas. Ni a Matías ni a ÉL (lástima, no tengo su número), a Lucas. ¿Por qué?, ¿tú lo sabes? ... yo tampoco. Es como que le he echado de menos de pronto, como si ese amor dormido hubiera despertado cual marmota resucitando en primavera. No entiendo nada.
Voy a ver qué decido, si hacer la cagada del día o ponerme el CD de Alex Ubago.
Abril.
Me he puesto melancólica y escucho Alejandro Sanz en sus mejores tiempos. Primera cagada. ¿Qué será lo próximo? ¿Alex Ubago?. Por mi salud mental y emocional, espero que no. Estoy a punto de cometer la segunda cagada del día, estaba pensando enviarle un sms a Lucas. Sí, sí... a Lucas. Ni a Matías ni a ÉL (lástima, no tengo su número), a Lucas. ¿Por qué?, ¿tú lo sabes? ... yo tampoco. Es como que le he echado de menos de pronto, como si ese amor dormido hubiera despertado cual marmota resucitando en primavera. No entiendo nada.
Voy a ver qué decido, si hacer la cagada del día o ponerme el CD de Alex Ubago.
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miércoles, 7 de julio de 2010
Sabor a limonada.
No paraba de preguntarse “¿cómo es posible echar de menos a alguien que no conozco?”. Quizás esta movida se le estaba yendo de las manos, pero no... recordaba perfectamente esa sonrisa, ese pelo todavía húmedo y su camiseta amarilla. Y al volver a esas cosas, le gustaba todavía más. Se preguntaba cada mañana mientras se tomaba un zumo de naranja y aun con los ojos hinchados, si debería llevar encima la dichosa nota ya preparada por si surgía la ocasión. Una nota escueta pero repleta de detalles. Un número de teléfono. Un nombre. Una frase que desbordara ganas. "Qué absurdo”, pensaba “a mi edad”. Y con el último trago de zumo, daba por zanjado el tema.
Inútil, dar por zanjado el tema era inútil.
Todos los caminos no le llevaban a Roma, todos los caminos le llevaban a él. Qué gilipollez. Ni siquiera sabía su nombre, ni su número de pie, ni si prefería el mar o la montaña, o si mejor arriba o abajo, si sabía inglés o cual era el pueblo de sus abuelos. Y aun así, todos los caminos le llevaban a él. Echaba de menos de él detalles tan superfluos que a veces tenía que cerrar los ojos y pararse a pensar si eran ciertos o formaban parte de su imaginario. Y es que cada día debía ejercitar su memoria para no perder ningún gesto, ningún paso, ningún pestañeo.
Ni siquiera por las noches, él la dejaba tranquila. Irrumpía sin avisar, se metía entre las sábanas y la despertaba subiendo la temperatura. Muchas noches cuando se levantaba a tomar un vaso de agua, notaba como aun le temblaban las piernas. Grandes noches. Siempre repetían el principio, se miraban como si no se conocieran y tras un guiño, empezaban a jugar. Se besaban como si el despertador estuviera a punto de interrumpir y él le acariciaba el pelo como si mañana no supiera cierto si podría volver. Y dentro de esa prisa, tenían la calma de quienes disfrutan despacio de un trofeo que tanto les costó conseguir.
Luego ella se despertaba y él ya se había marchado. Se iba dejándole en la boca sabor a limonada. La alarma empezaba a sonar, se daba una ducha fría que contrastara con el calor de la noche y volvía a tomarse el zumo de naranja para matar aquel sabor a limón y azúcar. Pero entonces... le echaba de menos y las ganas de encontrarle se volvían más fuertes. Sacaba, un día más, papel y boli y comenzaba a escribir aquella nota.
Abril.
Inútil, dar por zanjado el tema era inútil.
Todos los caminos no le llevaban a Roma, todos los caminos le llevaban a él. Qué gilipollez. Ni siquiera sabía su nombre, ni su número de pie, ni si prefería el mar o la montaña, o si mejor arriba o abajo, si sabía inglés o cual era el pueblo de sus abuelos. Y aun así, todos los caminos le llevaban a él. Echaba de menos de él detalles tan superfluos que a veces tenía que cerrar los ojos y pararse a pensar si eran ciertos o formaban parte de su imaginario. Y es que cada día debía ejercitar su memoria para no perder ningún gesto, ningún paso, ningún pestañeo.
Ni siquiera por las noches, él la dejaba tranquila. Irrumpía sin avisar, se metía entre las sábanas y la despertaba subiendo la temperatura. Muchas noches cuando se levantaba a tomar un vaso de agua, notaba como aun le temblaban las piernas. Grandes noches. Siempre repetían el principio, se miraban como si no se conocieran y tras un guiño, empezaban a jugar. Se besaban como si el despertador estuviera a punto de interrumpir y él le acariciaba el pelo como si mañana no supiera cierto si podría volver. Y dentro de esa prisa, tenían la calma de quienes disfrutan despacio de un trofeo que tanto les costó conseguir.
Luego ella se despertaba y él ya se había marchado. Se iba dejándole en la boca sabor a limonada. La alarma empezaba a sonar, se daba una ducha fría que contrastara con el calor de la noche y volvía a tomarse el zumo de naranja para matar aquel sabor a limón y azúcar. Pero entonces... le echaba de menos y las ganas de encontrarle se volvían más fuertes. Sacaba, un día más, papel y boli y comenzaba a escribir aquella nota.
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martes, 6 de julio de 2010
Aquella tarde
Desde aquella tarde sólo amaba dos cosas. La primera era sus muecas. La segunda lo difícil que era olvidarse de ellas.
Tenía facilidad de enamorarse rápidamente los viernes por las noches en aquel lugar de moda de la ciudad, le encantaba. Envuelta en estado de alcohol y oscuridad se divertía con ello aunque la mañana siguiente y después de unos besos robados se olvidará completamente de todo. No presumía de ser la perfecta cenicienta, tranquilizaba a aquellos que se cruzaban por su camino comentándoles que a partir de las 12:00 comenzaría lo bueno. Y así noche tras noche. No tenía más preocupación que la diversión. Ni creía en la vida de color rosa, ni en los príncipes azules. Salía del palacio por las noches con la mente fría sabía a la perfección que la mentira era el punto fuerte de todos lo que se encontrara, y jugaba con ello. Vivía en un mundo de oro, bebiendo vino barato que le sabía a cava y tras muchas ranas besadas no quería que ninguna se transformara.
Y de repente algo cambió. Quizá fueron las siete que marcaron en el reloj, que se encontraba en el sitio idóneo, en su plaza favorita y que se sentía realmente guapa, pero aquel chico con patillas y pantalones pitillo le hizo que se girara y le persiguiera con la mirada. Se armó de valor. Una invitación. Un café y una pequeña conversación bastaron. Desde entonces aquellas noches que antes eran cortas y sin nada más que diversión, fueron eternas. Las semanas que pasaban juntos pasaban lentas y cada segundo de la vida les parecía un pequeño paso a la eternidad.
Cova.
Tenía facilidad de enamorarse rápidamente los viernes por las noches en aquel lugar de moda de la ciudad, le encantaba. Envuelta en estado de alcohol y oscuridad se divertía con ello aunque la mañana siguiente y después de unos besos robados se olvidará completamente de todo. No presumía de ser la perfecta cenicienta, tranquilizaba a aquellos que se cruzaban por su camino comentándoles que a partir de las 12:00 comenzaría lo bueno. Y así noche tras noche. No tenía más preocupación que la diversión. Ni creía en la vida de color rosa, ni en los príncipes azules. Salía del palacio por las noches con la mente fría sabía a la perfección que la mentira era el punto fuerte de todos lo que se encontrara, y jugaba con ello. Vivía en un mundo de oro, bebiendo vino barato que le sabía a cava y tras muchas ranas besadas no quería que ninguna se transformara.
Y de repente algo cambió. Quizá fueron las siete que marcaron en el reloj, que se encontraba en el sitio idóneo, en su plaza favorita y que se sentía realmente guapa, pero aquel chico con patillas y pantalones pitillo le hizo que se girara y le persiguiera con la mirada. Se armó de valor. Una invitación. Un café y una pequeña conversación bastaron. Desde entonces aquellas noches que antes eran cortas y sin nada más que diversión, fueron eternas. Las semanas que pasaban juntos pasaban lentas y cada segundo de la vida les parecía un pequeño paso a la eternidad.
Cova.
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