miércoles, 7 de julio de 2010

Sabor a limonada.

No paraba de preguntarse “¿cómo es posible echar de menos a alguien que no conozco?”. Quizás esta movida se le estaba yendo de las manos, pero no... recordaba perfectamente esa sonrisa, ese pelo todavía húmedo y su camiseta amarilla. Y al volver a esas cosas, le gustaba todavía más. Se preguntaba cada mañana mientras se tomaba un zumo de naranja y aun con los ojos hinchados, si debería llevar encima la dichosa nota ya preparada por si surgía la ocasión. Una nota escueta pero repleta de detalles. Un número de teléfono. Un nombre. Una frase que desbordara ganas. "Qué absurdo”, pensaba “a mi edad”. Y con el último trago de zumo, daba por zanjado el tema.

Inútil, dar por zanjado el tema era inútil.

Todos los caminos no le llevaban a Roma, todos los caminos le llevaban a él. Qué gilipollez. Ni siquiera sabía su nombre, ni su número de pie, ni si prefería el mar o la montaña, o si mejor arriba o abajo, si sabía inglés o cual era el pueblo de sus abuelos. Y aun así, todos los caminos le llevaban a él. Echaba de menos de él detalles tan superfluos que a veces tenía que cerrar los ojos y pararse a pensar si eran ciertos o formaban parte de su imaginario. Y es que cada día debía ejercitar su memoria para no perder ningún gesto, ningún paso, ningún pestañeo.

Ni siquiera por las noches, él la dejaba tranquila. Irrumpía sin avisar, se metía entre las sábanas y la despertaba subiendo la temperatura. Muchas noches cuando se levantaba a tomar un vaso de agua, notaba como aun le temblaban las piernas. Grandes noches. Siempre repetían el principio, se miraban como si no se conocieran y tras un guiño, empezaban a jugar. Se besaban como si el despertador estuviera a punto de interrumpir y él le acariciaba el pelo como si mañana no supiera cierto si podría volver. Y dentro de esa prisa, tenían la calma de quienes disfrutan despacio de un trofeo que tanto les costó conseguir.

Luego ella se despertaba y él ya se había marchado. Se iba dejándole en la boca sabor a limonada. La alarma empezaba a sonar, se daba una ducha fría que contrastara con el calor de la noche y volvía a tomarse el zumo de naranja para matar aquel sabor a limón y azúcar. Pero entonces... le echaba de menos y las ganas de encontrarle se volvían más fuertes. Sacaba, un día más, papel y boli y comenzaba a escribir aquella nota.

Abril.

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