martes, 6 de julio de 2010

Aquella tarde

Desde aquella tarde sólo amaba dos cosas. La primera era sus muecas. La segunda lo difícil que era olvidarse de ellas.

Tenía facilidad de enamorarse rápidamente los viernes por las noches en aquel lugar de moda de la ciudad, le encantaba. Envuelta en estado de alcohol y oscuridad se divertía con ello aunque la mañana siguiente y después de unos besos robados se olvidará completamente de todo. No presumía de ser la perfecta cenicienta, tranquilizaba a aquellos que se cruzaban por su camino comentándoles que a partir de las 12:00 comenzaría lo bueno. Y así noche tras noche. No tenía más preocupación que la diversión. Ni creía en la vida de color rosa, ni en los príncipes azules. Salía del palacio por las noches con la mente fría sabía a la perfección que la mentira era el punto fuerte de todos lo que se encontrara, y jugaba con ello. Vivía en un mundo de oro, bebiendo vino barato que le sabía a cava y tras muchas ranas besadas no quería que ninguna se transformara.

Y de repente algo cambió. Quizá fueron las siete que marcaron en el reloj, que se encontraba en el sitio idóneo, en su plaza favorita y que se sentía realmente guapa, pero aquel chico con patillas y pantalones pitillo le hizo que se girara y le persiguiera con la mirada. Se armó de valor. Una invitación. Un café y una pequeña conversación bastaron. Desde entonces aquellas noches que antes eran cortas y sin nada más que diversión, fueron eternas. Las semanas que pasaban juntos pasaban lentas y cada segundo de la vida les parecía un pequeño paso a la eternidad.



Cova.

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